La materia bruta no vive; luego la planta necesita de un principio de vida. Es simple, inmaterial, aunque de una manera imperfecta, puesto que no existe sino con la materia. Efectivamente, esta vida se muestra por tres actos. Esta alma no es creada directamente por Dios, sino engendrada por la virtud que el Creador da a los primeros a animales pa- ra reproducirse. Posee la vida sensitiva: como los animales, siente, se mueve de un lugar a otro y elige lo que le conviene.
Conoce cosas que no perciben los sentidos, objetos puramente espirituales, como lo verdadero, lo bueno, lo bello, lo justo, lo injus- to. Sabe distinguir las causas y sus efectos, las substancias y los accidentes, etc. No pasa lo mismo con el animal. El hombre conoce el bien y el mal moral. El bien y el mal moral no pueden ser conocidos sino por la inteligencia.
Descubre las leyes y las fuerzas ocultas de la naturaleza, y sabe utilizarlas para in- venciones maravillosas. No es, por cierto, de su cuerpo; le viene de su alma inteligente, porque ella es espiritual, creada a ima- gen de Dios. El alma del hombre es una substancia espiritual, libre e inmortal, criada a semejanza de Dios y destinada a estar unida a un cuerpo. El alma es imagen de Dios. Las principales cualidades del alma son tres: el alma es espiritual, libre e inmortal.
Es un principio evidente que las opera- ciones de un ser son siempre conformes a su naturaleza: Se conoce al operario por sus obras. Hemos probado ya que el alma existe, que es simple y distinta del cuerpo.
Nosotros juzgamos del bien y del mal; discernimos lo verdadero de lo falso; por el raciocinio vamos de las verdades conocidas a las desconocidas y establecemos los principios de las diversas cien- cias Necesita de un bien infinito, del bien moral, de la virtud, del orden, del honor, de la ciencia Nuestra alma es, pues, espiritual.
Los materialistas y los positivistas. Ellos afirman que nada existe fuera de la materia y de las fuerzas que le son inherentes; su sistema se llama materialismo. Ella manifiesta su existencia mediante efectos sensibles, y estos efectos son tales, que exi- gen una causa espiritual. Esto es evidente. Prueba que el alma se vale del cuerpo como de un ins- trumento, frecuentemente necesario en la vida presente, para ejercer sus funciones; pero esto no prueba que el alma no sea distinta del cuerpo.
La lengua habla; luego es ella la que hace la palabra. Un positivista se esforzaba en probar que el alma era materia como el cuer- po. Como se trata de un hecho personal os creemos bajo vuestra pa- labra Es innecesario multiplicar los ejemplos. De- liberan, hacen promesas y contratos, aprueban las buenas acciones y condenan las malas.
Todo esto supone libertad. No se proyecta, no se promete sino aquello que se cree poder hacer u omitir. Si el hombre no es responsable, no hay deber, porque no se puede estar obli- gado a querer el bien sino cuando uno tiene libertad de elegirlo. Si el hombre no es libre, si no es responsable de sus actos, no hay ni virtud, ni vicio, como no hay ni bien ni mal para los animales. No hay conciencia, pues ella no tiene el derecho de imponer el bien y prohi- bir el mal si no existen.
El remordimiento es un absurdo. Los fatalistas, los positivistas y ciertos herejes. Un ser es naturalmente inmortal cuando es incorruptible y puede vivir y obrar independientemente de otro. En cambio, no acontece lo mismo con el alma del hombre. Esta vida no cesa, pues en el momento de la muerte, en virtud de su naturaleza espiritual, nuestra alma sobrevive al cuerpo.
Es lo que prueba la pregunta siguiente. Si el deseo de la felicidad no debiera ser satisfecho, Dios no lo hubiera pues- to en nosotros.
Este deseo no es una cosa individual, pues todos los hombres, en todos los climas y en todas las condiciones, lo han ex- perimentado y lo experimentan diariamente. Puesto que no es feliz en este mundo, es necesa- rio que halle la felicidad en la vida futura.
Ha sido creado, pues, para hallar en Dios toda verdad y to- da ciencia. Ahora bien, la ciencia demuestra que nada se destruye en la naturaleza; na- da se pierde, todo se transforma.
Dios ha creado al hombre libre, pero no independiente. Esta ley, conocida y promulgada por la conciencia, se resume en dos palabras: hacer el bien y evitar el mal. Un legislador sabio, que impone leyes, debe tomar los medios necesarios para que sean observadas. No; en esta vida, los buenos frecuentemente se ven afligidos, perseguidos y oprimidos, mientras que los malos prosperan y triunfan. Es necesario que haya una justicia por lo mismo que hay Dios.
Si Dios no es justo, no es infinitamente perfecto, no es Dios. Sucede que el malo triunfa y el bueno sufre; que la virtud es ignorada o despreciada y el vicio honrado. Los dolores de esta vida son pruebas que santifican, son combates que llevan a la gloria, son avisos del cielo para que no dejemos el camino de la virtud. Pero estos sufrimientos nada son, comparados con la felicidad eterna que Dios tiene reservada al justo. Basta leer la historia de los pueblos. Esta fe no es el resultado de la experiencia, porque toda la vida parece extinguirse con la muerte, y los muer- tos no vuelven para asegurarnos de la realidad de la otra vida.
Son criminales, y no desean el destino del animal sino para poder vivir sin el temor y los remordimientos. Y, sin embargo, tal es la locura de los materialistas.
Todo se desmorona. Ella nos hace despreciar todo lo transitorio para no estimar sino lo que es eterno. Un ser libre y responsable debe ser llamado, tarde o temprano, a dar cuentas de sus actos. Para el hombre, el tiempo de la prueba termina con la muerte. Porque si la muerte no alcanza el al- ma, destruye, sin embargo, el compuesto humano que constituye al hombre. El cielo es eterno. Luego el premio del justo debe ser eterno El infierno es eterno. Hemos hecho notar esta creencia al hablar de la in- mortalidad del alma.
Leyendo la historia de todas las razas: egipcios, caldeos, persas, indios, chi- nos, japoneses, galos, germanos, etc. Un infierno que no es eterno es un purgatorio cualquiera.
El pecado, ofendiendo a una Majestad infinita, reviste, por lo mismo, una malicia infinita, merecedor de un castigo infinito.
No; esto es imposi- ble. Ya no es libre. Dios ha creado al hombre por amor, y le ha creado libre e inmortal; pero quiere que el hombre le glorifique por toda la eternidad. Un instante. Pues bien, el incendiario es condenado a presidio por tiempo indeterminado, es decir, alejado para siempre de sus conciudadanos y de su familia.
El hombre que se arranca los ojos queda siego para siempre. Finalmente, el infierno eterno es el mayor beneficio de la bondad divina.
Dios ha creado el infierno para obligarnos merecer el cielo. El temor del infierno puebla el cielo. En el mo- mento de la muerte, Dios da a cada uno lo que cada uno ha elegido libremente du- rante su vida: o el cielo o el infierno. Dios no puede salvarnos contra nuestra vo- luntad.
Nos ha criado libres, y no quiere destruir nuestra libertad. Pe- ro precisamente porque una vez dentro no se puede salir, es una locura exponerse a una desgracia espantosa, sin fin y sin remedio. Un Dios debe proce- der por motivos dignos de su infinita grandeza. No, por cierto. Si la malicia del pecado explica el Calvario, el Calvario, a su vez, explica el infierno. Negar el in- fierno no es destruirlo. El simple buen sen- tido nos dice que Dios no puede tratar de la misma manera a lo que le sirven que a los que conculcan sus santas leyes, a sus fieles servidores que a sus servidores ne- gligentes.
Se llama destino de un ser, el fin que debe procurar obtener y para el cual Dios le ha dado la existencia. Todo ser inteligente obra por un fin: obrar sin un fin es absurdo. Este fin digno de Dios no es sino Dios mismo. Pero Dios puede manifestar su bondad, sus perfecciones infinitas, y de esta suerte, procu- rar su gloria. Debemos distinguir en Dios, la gloria interior, esencial, y la gloria exte- rior, accidental. La gloria interior es el conjunto de sus perfecciones infinitas, y no es susceptible de aumento.
Dios se glorifica exteriormente cuando manifiesta sus perfecciones con los bienes que da a sus criaturas, cada una de las cuales es como un espejo en el que se reflejan, con mayor o menor brillo, las perfecciones divinas. Cuando el hombre co- noce, estima, alaba y bendice con amor estas perfecciones divinas, que le son mani- festadas por las criaturas, entonces glorifica a Dios y para recibir este homenaje, esta alabanza, esta gloria exterior, Dios ha creado al hombre.
Pero su bondad infinita ha querido unir su gloria y la felicidad del hombre: segundo acto de amor. Luego, el hombre ha sido creado para ser feliz.
La inteligencia del hombre tiene sed de verdad, y la verdad infinita es Dios. La experiencia nos dice que ni la ciencia, ni la gloria, ni la fortuna, ni cosa alguna creada, puede saciar al hombre.
Contemplando las criaturas de Dios se ven resplandecer en ellas, como en un espejo, las perfeccio- nes divinas. Conocemos a Dios y al hombre: a Dios, con sus atributos infinitos, con su Providencia que todo lo gobierna; al hombre, criatura de Dios, con su alma espiri- tual, libre e inmortal. Estos deberes contienen verdades que creer, preceptos que practicar, un culto que tributar a Dios.
El Creador impuso al primer hombre verdades que creer, como el destino sobrenatural del hombre, la necesidad de la gracia para lle- gar a este fin sublime, la esperanza de un Redentor Tenemos pues, que tratar seis cuestiones: I. Dios es el Creador, el hombre debe adorarle. Dios es el Bienhechor, el hombre debe darle gracias. Dios es el Padre, el hombre debe amarle. Dios es el Legislador, el hombre debe guardar sus leyes. Dios es la fuente de todo bien, el hombre debe dirigirle sus plegarias.
El hombre, sin el concurso de Dios, no puede hacer cosa alguna, porque los seres creados no pue- den obrar sin el concurso de la Causa primera. El hombre, criatura inteligente, conoce esta dependencia; criatura libre, debe proclamarla.
Cuando la proclama, adora a Dios. Adorar a Dios es, pues, el primer deber del hombre. Estas son verdades incontrastables y admitidas por todos. Servir a Dios es, pues, un gran deber para el hombre. Dios es el bienhechor, el hombre debe darle gracias. Luego debemos a Dios el tributo de nuestra grati- tud.
Este en un deber riguroso para todo el mundo. Luego es un deber del hombre amar a su Padre celestial. El hijo que olvida los deberes que tiene para con su padre es un hijo desnaturalizado, un ser degradado, un monstruo de ingratitud.
Dios es el legislador, el hombre debe obedecer sus leyes. Si el hombre no sigue los principios de moralidad grabados en su conciencia, se hace culpable ante el soberano Legislador. Dios, infinitamente justo y santo, debe castigarle. Por consiguiente, el hombre que ha violado la ley de Dios, debe hacer penitencia, bajo pena de caer en manos de un juez inexorable. Indudablemente, Dios no necesita de nuestro culto. Si, pues, Dios nos ha creado, si nos conserva, aunque no necesite de nosotros, no debemos apreciar lo que nos pide por el provecho que le resulta.
A todo derecho corresponde un deber: a los derechos de Dios corresponden los deberes de los hombres. Luego, ante todas las cosas, la inteligencia nece- sita del conocimiento de Dios, su principio y su fin. Por eso todos los sabios, verdaderamente dignos de tal nombre, se han mos- trado profundamente religiosos. El fundamento, la base de toda sociedad, es el derecho de mandar en aque- llos que gobiernan, y el deber de obedecer en aquellos que son subordinados.
No puede venir del hombre, aun tomado colectivamente, puesto que todos los hombres son iguales por naturaleza, nadie es superior a sus semejantes. Este derecho no puede venir sino de Dios que, creando al hombre sociable, ha creado de hecho la socie- dad. Luego para justificar este derecho, hay que remontarse hasta Dios, autoridad suprema, de la cual dimana toda autoridad. Los derechos y bienes de cada uno, la propiedad, el honor, la vida, deben ser respetados.
Dios debe ser la base y fundamento de la moral. Es pues, manifiesto que sin Dios no hay virtudes sociales. Privado de Dios, el edificio social no puede permanecer mucho tiempo en pie. To- das tienen verdades que creer, leyes que guardar y un culto que rendir a Dios. Tres palabras expresan estos tres elementos: dogma, moral y culto. El hom- bre debe a su Creador el homenaje de sus diferentes facultades. Las relaciones del hombre con Dios deben traducirse por sentimientos in- teriores y por actos exteriores, que toman el nombre de culto.
El culto es el homenaje que una criatura rinde a Dios. Consiste en el cum- plimiento de todos sus deberes religiosos. Estos tres cultos son necesarios. Este es el culto social. Ella recibe las impresiones de lo exterior por conducto de los sentidos. La belleza de las ceremo- nias, los emblemas, el canto, etc. En la sociedad civil, para infundir respe- to a la autoridad, se emplea el culto civil.
El ejemplo ejerce una gran influencia y es soberanamente eficaz para excitar en alma el pensamiento y el amor de Dios. Estos cinco elemen- tos se hallan en todos los pueblos. Nunca el hombre es tan grande como cuando se anonada ante el Creador para rendirle homenaje e implo- rar su socorro. Los edificios sagrados no son necesarios para Dios, porque todo el universo es su templo; pero lo son para el hombre, y los hallamos en todos los pueblos.
Ellas dan a los hombres una elevada idea de la majestad divina; estimulan y despiertan la piedad debilitada o dormida, y sim- bolizan nuestros deberes para con Dios y para con nuestros semejantes. Sin em- bargo, los protestantes tienen sus ministros, que, aunque desprovistos de todo mandato y autoridad, comentan el Evangelio. Los masones tienen sus logias, que vienen a ser su templo. Yo puedo pasar sin ella.
Pero si no vas al cielo, tienes que ir al infierno. Al cielo van los fieles servidores de Dios, y al infierno los que se niegan a servirle. Dios nos ha creado. Nosotros le pertenecemos como la obra pertenece al obrero que la ha hecho. Es un rebelde el hijo que desobedece a sus padres, los cuales no son sino los instrumentos de que Dios se ha servido para darle el ser.
Nosotros marcamos con este estigma la frente del hijo que desprecia a su padre, la frente del favorecido que olvida a su bienhechor. Pues bien, Dios es el Padre por excelencia, y todo lo que tenemos, todo lo que somos, todo nos viene de Dios. Huelga decir que la gratitud es el primero de los deberes. No, no es posible. Se considera insensato todo el que destruye sus bienes, rompe los enseres de su casa y arroja su dinero a la calle. Que el deber, pues, nos sea agradable o desagradable, poco importa; hay que cumplirlo.
Dios es la luz, la belleza, la grandeza, el amor y la vida. Para distinguir al hombre del animal; es la ciencia moderna quien lo dice y lo prueba. Un hombre no es un hombre sino porque es religioso. Un gran criminal iba a ser ejecutado. Y si era yo inferior en la sociedad seglar, era igual a todos en la sociedad espiritual, que se llamaba Iglesia. Ahora he perdido todo eso.
No puedo esperar un cielo; ya no hay Iglesia. Si es verdadera, tan verdadera es y, por lo mismo, tan buena para los hombres como para las mujeres. Si es falsa, es tan mala para las mujeres como para los hombres, porque la mentira no es buena para nadie. El hombre es el primero en todo: el primero en la sociedad, el primero en las ciencias y en las artes, etc. Ella nos conduce a cielo, que es la patria de todos.
Basta ser honrado. La honradez es, ante todo, la justicia, que consiste en dar a cada uno lo suyo. Nada, o casi nada. Luego no eres honrado. No hay que olvidar que Dios nos ha creado y colocado en este mundo para conocerle, amarle y servirle. Y, a la verdad, estos deberes nacen de las relaciones existentes entre la naturaleza de Dios y la naturaleza del hombre.
Pero como la naturaleza de Dios es una, y la naturaleza humana es la misma en todos los hombres, es evidente que los deberes tienen que ser los mismos para todos.
Las formas sensibles del culto pueden variar; la esencia del culto, no. Si dos religiones son igualmente verdaderas, tienen el mismo dogma, la misma moral, el mismo culto; y entonces ya no son dis- tintas. Decir que todas las religiones son buenas es un absurdo palpable, una blas- femia contra Dios, un error funesto para el hombre. Es cierto que en las diferentes religiones hay algunas verda- des admitidas por todos, como son: la existencia de Dios, la espiritualidad del al- ma, la vida futura con sus recompensas y castigos eternos.
Pero, ellas se contradi- cen en otros puntos fundamentales. Pero es evidente que dos cosas contradictorias no pueden ser verdaderas, porque la verdad es una, como Dios, y no se contradice. Mas como lo que no es verdade- ro, no es bueno, porque la mentira y el error de nada sirven, debemos concluir que, no pudiendo todas las religiones ser verdaderas, no pueden ser todas buenas.
Decir que todas las religiones son buenas, no es solamente contradecir el buen sentido, sino blasfemar contra Dios. Es tomar a Dios por un ser indiferente para la verdad y para el error.
Pero atribuir a Dios semejante conducta es negar sus divi- nos atributos; es decir, que trata a la mentira como a la verdad, al mal como al bien, y que acepta con las misma complacencia el homenaje y el insulto Pero si uno yerra por su culpa, se ha perdido para toda la eternidad.
Es, por consiguiente, un error funesto. Si de hecho no la poseen, su buena fe los excusa, mientras no tengan nin- guna sospecha de estar en el error.
El soberano es quien debe imponer el ceremonial que debe regir en la corte. Nadie puede razonablemente dudarlo. Ella es su propia ley; no necesita de ajenos auxilios para procu- rar el bien de los hombres y de los pueblos. Dios revela, cuando manifiesta a nuestra inteligencia verdades hasta entonces desconocidas olvidadas o mal comprendidas. De buena fe, o maliciosamente, mezcla sofismas a sus raciocinios.
Lee la historia de los pueblos y civilizaciones de Asia; por todas partes, entre los persas, los chinos, los japoneses, etc. Sus doctrinas eran contradictorias: tantas escue- las, tantos sistemas. Estos libros compuestos en distintos tiempos y lugares y por autores diferentes, forman un todo: se encade- nan, se explican y se complementan los unos a los otros.
Los cinco primeros libros de la Biblia, llamados el Pentateuco, no cuentan menos de 3. Podemos, pues, concluir que los hechos narrados en la Biblia son absoluta- mente ciertos. Luego es cierto que Dios ha hablado a los hom- bres.
Lo natural es lo que viene de la naturaleza, lo que un ser trae consigo al na- cer y que debe rigurosamente poseer, sea para existir, sea para ejercer su actividad en vista del fin que le es propio. El orden natural para el hombre es el estado de ser racional, provisto de los medios necesarios para alcanzar el fin conforme a su naturaleza. Co- mo medios naturales, el hombre posee facultades proporcionadas al fin que exige su naturaleza; una inteligencia capaz de conocer toda verdad; una voluntad libre capaz de tender al bien.
Estas dos facultades permiten al hombre conocer y amar a Dios, que es la verdad y el bien por excelencia. Se conoce a Dios directamente cuando se le contempla cara a cara; e indirectamente, cuando se le percibe en sus obras.
Viendo las obras de Dios, el hombre ve reflejada en ellas, como en un espejo, la imagen de las perfec- ciones divinas: de este modo se conoce a una persona viendo su retrato. Ninguna inteligencia creada puede, con sus fuerzas naturales, ver a Dios de una manera directa.
Tal es el orden natural. Pero era posible. El fin sobrenatural del hombre consiste en ver a Dios cara a cara, en con- templar la esencia divina en la plenitud de sus perfecciones. El fin exige medios, que deben ser proporcionados al mismo. Un fin sobre- natural pide medios sobrenaturales. Por la gracia santificante, el hombre deja de ser mera criatura y sier- vo de Dios para convertirse en su hijo adoptivo y poseedor de una vida divina.
Ve como Dios, ama como Dios, obra co- mo Dios, pero no tanto como Dios. La naturaleza divina la penetra y el comu- nica algo de sus perfecciones. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone y perfecciona. Tal es el orden sobrenatural. Siendo Dios la verdad suma y la autoridad suprema, tenemos el deber de creer en su palabra y obedecer sus leyes.
No hay libertad de conciencia ante Dios. Dios, como Creador, posee un soberano dominio sobre todas sus criaturas. Al crearlas, no renuncia al derecho de perfeccionarlas. Nobleza obliga es un axioma. No; esto no es necesario, y ni siquiera conveniente.
Un rey tiene su sello real para autorizar sus decretos; un hombre tiene su firma con que subscribe sus cartas. Y en este sentido se habla de los milagros del genio, de la elocuencia, de la ciencia, etc.
El milagro es un hecho divino que supera las fuerzas de la naturaleza y suspende sus leyes. Estos milagros son hechos que por su naturaleza, o por la manera como se realizan, superan realmente el poder de todos los seres visibles e invisibles.
Dios es siempre el agente principal, la causa eficiente del milagro. Para diferenciarlos de los primeros, los llaman milagros de segundo orden.
Los racionalistas modernos no quieren que el milagro sea posible, porque el milagro aniquila sus falsos sistemas. Tal es su consigna; pero en cuanto a razones, no aducen ninguna. Las leyes de la naturaleza quedan siempre sometidas a la voluntad todopoderosa de Dios. Pues lo mismo sucede en la naturaleza. El milagro no supone cambio alguno en los decretos divinos: por un mismo acto de voluntad eterna, Dios decreta las leyes y las excepciones a estas leyes que quiere producir en el curso de los siglos.
Obrando milagros, Dios no cambia sus decre- tos, sino que los cumple. En todo milagro hay dos cosas: el hecho exterior y sensible y la causa que lo produce. En este caso, el hecho producido es un mila- gro. Los racionalistas, vencidos acerca de la posibilidad del milagro, alegan la imposibilidad de comprobarlo, en caso que existiera.
No es menester acu- dir a los sabios; basta el simple buen sentido. Negar esto es negar la certidumbre de la historia.
Supongamos un muerto resucitado. Todo lo que acontece en el mundo supone una causa capaz de producirlo. Todos los seres creados, visibles e invisibles, son incapaces de destruir las leyes establecidas por el Criador. Para resucitar un muerto se requiere un poder infinito. Si hay casos en que las leyes de la naturaleza no aparecen evidentemente violadas, o si se duda de que el hecho supere todas las fuerzas creadas, entonces la prudencia nos obliga a suspender todo juicio. Es cierto que nosotros conocemos algunas de estas leyes.
Sabemos, sin que haya lugar a duda, que un muerto no vuelve a la vi- da, que el fuego tiene la virtud de quemar, que una llaga antigua no se cicatriza repentinamente, y mil otras leyes por el estilo. Lo mismo sucede con los milagros. No se puede afirmar siempre si un determinado hecho es realmente un milagro; sin embargo, se puede indicar hechos que son, con toda certeza, verdade- ros milagros.
Una cosa es llevar a cabo tal o cual hecho, mediante el empleo ingenioso de las fuerzas de la naturaleza, y otra muy distinta hacerlo sin el auxilio de la fuer- za natural. Estos dos caracteres bastan para distinguir el milagro de todos los inventos presentes y futuros. Nos raisosn de croire. Luego cuando un hombre propone una doctrina como divina, y la apoya con un milagro verdadero, es Dios mismo quien marca esta doctrina con el sello de su autoridad.
Le da una credencial autenticada con el sello real. Tales son, por ejemplo, el nacimiento de un hombre determinado, los actos de este hombre anunciados muchos siglos antes.
Y como estas cosas no dependen de las causas naturales, el profeta no puede verlas en ellas. Los hombres que reci- ben estas comunicaciones divinas y predicen lo futuro, se llaman profetas.
La ciencia de Dios es infinita: abraza a la vez lo pasado, lo presente y lo futuro. Tal es la creencia de todos los pueblos. La criatura, limitada y finita, no puede comprender lo infinito. Evidentemente no. Es indudable que el hombre ejecuta las acciones que Dios ha previsto, pero no las hace porque Dios las haya previsto: al contrario.
Dios no las hubiera previsto si el hombre no las hubiera de hacer libremente bajo la mirada divina. Toda la dificultad viene de la palabra prever: pon en su lugar la palabra ver, que es la exacta, y la dificultad desaparece.
Afirma que la fe en los misterios no es razonable. Vamos a refutar estas afirma- ciones absurdas del racionalismo moderno. Un misterio, en general, es una verdad que el hombre conoce, pero que no comprende. La palabra misterio significa cosa oculta; es una verdad conocida, pero no com- prendida.
El misterio no es una cosa imposible, puesto que existe. El misterio es una verdad cierta, pero oculta; una verdad cuya existencia cono- cemos, pero cuya naturaleza se esconde a nuestra inteligencia. Pero como una ver- dad puede estar oculta en Dios o en la naturaleza creada, debemos concluir que hay misterios de Dios y misterios de la naturaleza.
Hay dos grandes diferencias entre estas dos clases de misterios: la una pro- viene de su objeto, la otra, de la manera como nosotros conocemos la existencia de entrambos. Este testimonio divino es para nosotros, en el orden religioso, lo que la experiencia en el orden material; es un hecho visible que comprueba una cosa invisible: nos testifica los misterios de Dios.
La virtud de la fe nos hace creer en los misterios revelados a causa de la autoridad y de la veracidad de Dios que los revela. Son secretos escondidos en la esencia divina; superan el alcance de las fuerzas naturales de todo entendimiento finito.
Estas verdades no son verdaderos misterios. El ser eter- no es necesariamente infinito y, por consiguiente, incomprensible para toda inteli- gencia creada. Desde el momento que su pa- labra es conocida, poco importa que Dios nos revele cosas comprensibles o no; su palabra es siempre infalible. Esto no es po- sible. No podemos, pues, negarnos a creer en la palabra de Dios sin levantarnos contra su dominio soberano, sin violar sus derechos divinos sobre nuestra inteli- gencia.
En este caso, rehusar creer a Dios, que nos revela los misterios, es hacer ofensa a su veracidad infinita: es una impiedad. Pero encuentran inadmisi- ble que haya en Dios verdades que son obscuridades para ellos. Conviene que nosotros hagamos lo mismo.
Dios se ha manifestado, ha hablado, ha hecho milagros. Please be aware that this might heavily reduce the functionality and appearance of our site. Changes will take effect once you reload the page. Ver Libro. En efecto, discurrir es pasar de una idea a otra, pero no de cualquier manera Como han indicado los Padres sinodales, a pesar de Hermanos, juzgo que hay tres clases de personas entre aquellas a quienes llama el amor de Dios, hombres Hay dos caminos: uno de la vida, y otro de la muerte; pero muy grande es la diferencia entre los dos caminos.
El camino de El esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, exaltados por la La vida de la beata Ana Catalina Emmerick es una historia maravillosa que parece ser de otro mundo. Pero lo que vamos a referir en A la hora de la Narraciones de un exorcista Gabriele Amorth. Sermones Pastorales Ronald Arbuthnott Knox. Sus padres eran artesanos de Las virtudes fundamentales Josef Pieper.
Los Diez Mandamientos. Signos de los tiempos. Libro almas del purgatorio. Deja una respuesta Cancelar la respuesta Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario. Los milagros de Jesucristo prueban que es Dios. Jesucristo obra como Dios en el orden intelectual. La santidad de Jesucristo prueba que es Dios. Quinta Verdad. La Iglesia tal como fue establecida por Jesucristo. A Infalibilidad de la Iglesia.
B Independencia de la Iglesia. C Perpetuidad de la Iglesia. Los Obispos. Auxiliares y cooperadores de los Obispos. Relaciones entre la Iglesia y el Estado. La Iglesia ha cumplido siempre sus deberes para con el Estado. Deberes del Estado. Racionalismo, Naturalismo, Liberalismo. La Iglesia ha dado al mundo la libertad, la igualdad y la fraternidad. La Iglesia y la libertad. La Iglesia y la igualdad. La Iglesia y la fraternidad. Principales objeciones contra la Iglesia.
Nuestros deberes para con la Iglesia. Los Sacramentos. Las persecuciones prueban la divinidad de la Iglesia. Indice de preguntas. Todo hombre razonable debe creer en Dios, Creador del mundo.
Autenticidad del Pentateuco. Compendio de la Doctrina Cristiana. Dogma o verdades que hay que creer. La Moral o los deberes que hay que cumplir para merecer el cielo.
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